«Dicen que escapó de un sueño/ en casi, su mejor gambeta / que ni los sueños respeta /tan lleno va de coraje sin demasiado ropaje/ y sin ninguna careta. Dicen que escapó este mozo/ del sueño de los sin jeta/ que a los poderosos reta/ y ataca a los más villanos/ sin más armas en la mano / que un «diez» en la camiseta.»
Intro Maradó – Los Piojos
El 25 de noviembre de 2020 empezó como siempre, un día más dentro de mi pandemia personal. Un día más de viajar en un colectivo vacío a las seis de la mañana hasta una estación de servicio tan vacía como el 135 que me dejó en ella y aunque como siempre mi compañero tocara bocina desde la esquina para avisarme que estaba llegando, como siempre, y a pesar de que a mitad del viaje en ese fiat destartalado me bajara en la panadería y comprara cuadraditas, como siempre, ese miércoles no iba a ser un día más de los que se pierden en el montón de los días que pueblan los almanaques.
Como siempre dentro de ese marco que daba la nueva normalidad – aunque creo que en ese momento no le decíamos así todavía, eran días de pandemia – desayunamos desde bien lejos. Cada uno con su termo de aluminio y de medio litro, producidos en masa y sin alma. Quizás por querer diferenciarlo de los demás al mio lo llené de stickers: de garfield, de los simpsons, de dibujos del nickelodeon de los ’90. En ese mar de imágenes había una sola referencia que trascendía generaciones un sticker con un número: El 10.
Pasó la hora del desayuno y al rato mientras Beto Casella decía por la radio las cosas de todos los días de ese 2020 salido de un libro de Stephen King, la radio se silenció y olvidados de los oyentes en la mesa de ese estudio se escucharon una frase y un apellido: «Clarín ya lo tiene en tapa» y «Maradona»
En ese momento el mundo cambió para siempre. Ese superhéroe de carne y hueso que hacía magia adentro de las canchas, ese 10 bajito que mi viejo me contaba que hizo el gol más lindo de la historia de los mundiales dejaba este plano y nos dejaba a nosotros incrédulos y con un hueco en el alma. Escuché la noticia tan temida y me callé por el resto del día. Mis compañeros de trabajo no entendían mi silencio y los entiendo. Cómo se puede explicar lo que le pasa a uno en el cuerpo y en el alma si lo más sensato es fingir que a nosotros no nos pasó nada, que le pasó a otro. Un otro famoso. Un otro público. Odiado hasta la calumnia y enaltecido hasta la gloria eterna por igual pero a fin de cuentas un otro.
Pobrecitos, en el fondo no entendían nada. Cómo explicarles que Maradona no era público sino popular. Cómo explicarles que era el tipo que con su juego hacía que mi abuelo olvidara su alzhéimer y me dijera «Te acordás de cuando Maradona le dió el pase a Caniggia en el ’90». Hubo muchos Maradona, Cherquis Bialo se encargó de enumerarlos oportunamente y alguien dijo también que «no importaba lo que él había hecho con su vida, que importaba lo que había hecho con nuestra vida» y perdón por parafrasear pero como dijo Sacheri, me van a tener que disculpar.
La vuelta a casa empezó como siempre. Un auto que me deja en una esquina y se aleja. Empecé a caminar y a llorar. En soledad podía permitirme convertir el silencio en llanto. Era algo que venía desde lo más profundo, desde la noción de entender que ese 10 no iba a estar más en el mundo y que ya no habría nuevas oportunidades de verlo o de escucharlo. La poca gente con la que me crucé en ese andar estaba, me parecía, igual que yo. Con los ojos vidriosos llorando todo lo que desde ese día se estaba yendo.
Llegué a casa y me abracé a mi abuela que llorando me dijo «Se nos fue el Diego». En ese abrazo volví a quebrarme y a llorar como un chico en los brazos de mi abuela. En esas palabras entendí la frase «Yo soy popular, no público» y el sentido de pertenecia que Diego decía tener para con cada argentino que se emocionó y que lloró con él.
Pasaron cuatro años.
El mundo sigue andando.
Pero no es igual de bueno.


Deja un comentario